domingo, 6 de diciembre de 2009


DOCTRINA DE TERESITA DEL NIÑO JESUS.

Mi vocación. El Amor:
¡Ah, perdóname, Jesús, si desvarío al exponer mis deseos, mis esperanzas, que rayan en lo infinito! Perdóname, ¡¡¡ y cura mi alma dándole todo lo que espera !!!...
Ser tu esposa, ¡oh, Jesús!, ser carmelita, ser por mi unión contigo madre de las almas, debería bastarme... No es así... Ciertamente, estos tres privilegios constituyen mi vocación: Carmelita, Esposa y Madre.
Sin embargo, siento en mí otras vocaciones: Siento la vocación de GUERRERO, de SACERDOTE, de APÓSTOL, de DOCTOR, de MÁRTIR. Siento, en una palabra, la necesidad, el deseo de realizar por ti, Jesús, las más heroicas acciones...
Siento en mi alma el valor de un cruzado, de un zuavo pontificio. Quisiera morir sobre un campo de batalla por la defensa de la Iglesia...
Siento en mí la vocación de SACERDOTE. ¡Con qué amor, oh, Jesús, te llevaría en mis manos cuando, al conjuro de mi voz, bajaras del cielo!... ¡Con qué amor te daría a las almas!... Pero, ¡ay! Aun deseando ser sacerdote, admiro y envidio la humildad de san Francisco de Asís, y si siento la vocación de imitarle rehusando la sublime dignidad del sacerdocio.
¡Oh, Jesús, amor mío, vida mía!... ¿Cómo hermanar estos contrastes? ¿Cómo realizar los deseos de mi pobrecita alma?...
¡Ah! A pesar de mi pequeñez, quisiera iluminar a las almas, como los profetas, los doctores.


Tengo la vocación de apóstol... Quisiera recorrer la tierra, predicar tu nombre, y plantar sobre el suelo infiel tu Cruz gloriosa. Pero ¡oh, Amado mío!, una sola misión no me bastaría. Desearía anunciar al mismo tiempo el Evangelio en las cinco partes del mundo, y hasta en las islas más remotas...
Quisiera ser misionero, no solo durante algunos años, sino haberlo sido desde la creación del mundo y seguir siéndolo hasta la consumación de los siglos...
Pero desearía, sobre todo, ¡oh, amadísimo Salvador mío!, derramar por ti hasta la última gota de mi sangre...

¡El martirio! He aquí el sueño de mi juventud. Este sueño ha ido creciendo conmigo bajo los claustros del Carmelo... Pero siento que también este sueño mío es una locura, pues no podría limitarme a desear un solo género de martirio... Para satisfacerme necesitaría padecerlos todos...
¡Oh, Jesús mío!, ¿qué responderás a todas mis locuras?... ¿Hay, acaso, un alma más pequeña, más impotente que la mía?... Sin embargo, fue precisamente esta mi debilidad la que te movió, Señor, a colmar mis pequeños deseos infantiles, y la que te mueve hoy a colmar otros deseos míos más grandes que el universo...

Como estos deseos constituían para mí durante la oración un verdadero martirio, abrí un día las epístolas de san Pablo, a fin de buscar en ellas una respuesta. Mis ojos toparon con los capítulos XII y XII de la primera epístola a los corintios...

Leí, en el primero, que no todos pueden ser apóstoles, profetas, doctores, etc.,,,; que la Iglesia está compuesta de diferentes miembros, y que el ojo no podría ser, al mismo tiempo, mano...

La respuesta era clara, pero no colmaba mis deseos, no me daba la paz...
Así como Magdalena, agachandose, sin apartarse del sepulcro vacío, llegó por fin a encontrar lo que buscaba, así también yo, agachándome hasta las profundidades de mi nada me elevé tan alto, que conseguí mi intento... Sin desanimarme, seguí leyendo, y esta frase me reconfortó: "Busquen con ardor los DONES MAS PERFECTOS; pero voy a mostrarles un camino más excelente." Y el apóstol explica cómo todos los dones, aún los más PERFECTOS, nada son sin el AMOR... Afirma que la caridad es el CAMINO EXCELENTE que conduce con seguridad a Dios.

Había hallado, por fin, el descanso... Al considerar el cuerpo místico de la Iglesia, no me había reconocido en ninguno de los miembros descritos por san Pablo; o mejor dicho, quería reconocerme en todos...

La caridad me dio la clave de mi vocación. Comprendí que si la Iglesia tenía un cuerpo compuesto de diferentes miembros, no le faltaría el más necesario, el más noble de todos. Comprendí que la Iglesia tenía un corazón, y que este corazón estaba ARDIENDO de AMOR.

Comprendí que sólo el amor era el que ponía en movimiento a los miembros de la Iglesia; que si el amor llegara a apagarse, los apóstoles no anunciarían ya el Evangelio, los mártires se negarían a derramar su sangre...

Comprendí que EL AMOR ENCERRABA TODAS LAS VOCACIONES, QUE EL AMOR LO ERA TODO, QUE EL AMOR ABARCABA TODOS LOS TIEMPOS Y TODOS LOS LUGARES... EN UNA PALABRA ¡QUE EL AMOR ES ETERNO!...
Entonces, en el exceso de mi alegría delirante, exclamé: ¡Oh, Jesús, amor mío!... Por fin, he hallado mi vocación, ¡MI VOCACIÓN ES EL AMOR!...

Sí, he hallado mi puesto en la Iglesia, y ese puesto, ¡oh, Dios mío!, vos mismo me lo habéis dado...: en el corazón de la Iglesia, mi Madre, yo seré el amor!...¡¡¡Así lo seré todo... así mi sueño se verá realizado!!!...

¿Por qué hablar de alegría delirante? No es esta la expresión justa. Es más bien la paz tranquila y serena del navegante al divisar el faro que ha de conducirle al puerto...
¡Oh, faro luminoso del amor! Yo sé cómo llegar hasta ti. He hallado el secreto para apropiarme tu llama...

Pero ¿cómo demostrará él (el pequeño niño que ella se consideraba) su amor, si el amor se prueba con obras? Pues bien, el niñito arrojará flores, perfumará con sus aromas el trono real, cantará con su voz argentina el cántico de amor...

¡Oh, Amado mío, así es cómo se consumirá mi vida!... No tengo otro modo de probarte mi amor que arrojando flores, es decir, no desperdiciando ningún pequeño sacrificio, ninguna mirada, ninguna palabra, aprovechando las más pequeñas cosas y haciéndolas por amor...
Sí, esas nadas te complacerán, harán sonreír a la Iglesia triunfante, la cual recogerá mis flores deshojadas por amor y las hará pasar por tus manos divinas, ¡oh, Jesús!
Y una vez que esas flores hayan cobrado a tu divino contacto un valor infinito, la Iglesia del cielo, queriendo jugar con su niñito, las arrojará, también ella, sobre la Iglesia paciente para apagar sus llamas, las arrojará sobre la Iglesia militante para hacerla conseguir la victoria...Historia de un Alma. Manuscrito B: Capítulo IX.

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